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Pedro Mesa Cid estudió Psicología y Medicina en la Universidad de Sevilla entre 1974 y 1980, obteniendo el Premio Extraordinario de Licenciatura como mejor alumno de su promoción. Tras haber sido alumno interno y haber ganado una Beca para la formación del Personal Investigador del Ministerio de Educación y Ciencia, ingresó en 1981 como Profesor Ayudante en la Universidad de Sevilla.
Obtuvo el
título de Doctor en 1984 y, en 1986, el título de Master en Medicina Psico-somática
en la Universidad de Columbia, en Nueva York.
Entre 1987 y
1994 fue director de un convenio de colaboración entre la Universidad de Sevilla
y el Hospital Infantil Virgen del Rocío de Sevilla, para la investigación de
los factores psicológicos que pueden influir tanto en el desarrollo, como en la
prevención, de diversas patologías físicas y sus complicaciones, como el cáncer
en la infancia.
En su intervención compartió una historia extraordinaria de una familia, su familia, con la réplica del Stmo Cristo del Amor que data de 1938, y como se relaciona una serie de coincidencias significativas o sincronicidades hasta la actualidad.
Historia de un Cristo con
coincidencias significativas
Penal del Puerto – Sevilla – Convento
de las Capuchinas
Pedro J. Mesa Cid
Universidad de Sevilla
«Somos como islas en el mar, separadas
en la superficie,
pero conectadas en la profundidad»
William James
1842-1910
Filósofo y Psicólogo en Harvard y
fundador de la Psicología Funcional
Nuestra vida
es un libro que vamos escribiendo día a día porque, en cada momento, acontecen
casualidades estupendas y otras que, como sabemos, no resultan tan positivas.
Ahora bien,
resulta curioso cómo, desde las primeras décadas del siglo XX, algunos científicos,
especialmente muchos físicos, en lugar de llamar casualidades a ciertos acontecimientos
aparentemente casuales, prefieren llamarlos coincidencias. Porque, de hecho,
vivimos ciertas situaciones con coincidencias significativas que para nosotros
no parecen tener significado, seguramente porque no somos conscientes de que
cada cosa que nos encontramos, vemos y sentimos son resultado directo de cada
una de nuestras decisiones.
Aunque nos hayan pasado desapercibidas,
existen casualidades que van más allá del mero azar y de lo que la probabilidad
estadística puede explicarnos, más frecuentes de lo que pensamos. Si se analiza
la Historia se verá fácilmente que está llena de estas casualidades
extraordinarias y, hay tantas, en ámbitos tan distintos y en épocas tan diferentes,
que un simple listado daría para llenar más de un libro.
Una de las más conocidas, por la relevancia
del personaje, tiene al gran actor británico Anthony Hopkins como protagonista.
Antes de que comenzara el rodaje de la película "La chica de
Petrovka", buscó por todas las librerías de Londres la novela de George Feifer
en la que se basaba el guión, pero no consiguió encontrarla. Un día, en la
estación de metro de Leicester Square encontró precisamente ese libro que
alguien había olvidado en un banco. Un par de años más tardes, durante el
rodaje de la película, Hopkins tuvo ocasión de conocer al propio Feifer y le
refirió la anécdota. La sorpresa del escritor fue mayúscula porque el había
perdido un ejemplar de su novela exactamente por las mismas fechas. No fue
difícil deducir que se trataba del mismo ejemplar, ya que Feifer había llenado
el libro de anotaciones en los márgenes.
Para nuestra
mente racional, los hechos relatados en esta historia, a título de ejemplo, no
serían más que simples casualidades, pero ¿y si no es así?, ¿y si hubiera otra
explicación científicamente plausible para tal cúmulo de casualidades, pero
cuyas causas no han podido ser explicadas aún por la ciencia?
Carl Gustav Jung
|
En 1952 -sólo tres años antes de que
yo naciera en Sevilla en uno de los días más calurosos del año 1955-, uno de
los intelectuales más importantes del siglo XX, el médico y psicólogo suizo
Carl Gustav Jung, en un clima mucho más fresco, desarrolló una teoría basada en
el concepto de sincronicidad, para definir la simultaneidad de dos o más sucesos
en el tiempo, pero de manera aparentemente acausal, es decir, sucesos que guardan
una relación significativa entre sí, pero que no son causa uno del otro, sino
que su relación es de contenido.
Por tanto,
para Jung hay eventos que no son simples casualidades producto del azar, sino
sincronicidades.
Lo novedoso
de la teoría de la sincronicidad consistió en ser propuesta por un psicólogo en
colaboración con un premio nobel de física y uno de los padres de la física
cuántica, Wolfgang Pauli. El trabajo de Jung, titulado “Sincronicidad como
principio de conexiones acausales”, fue publicado en su libro Interpretación de
la naturaleza y la psique, junto a una monografía de Pauli titulada “La
influencia de las ideas arquetípicas en las teorías científicas de Kepler”.
Y ésta es la
palabra clave: sincronicidades o coincidencias significativas. Porque, como
antes dije, todos hemos podido experimentar coincidencias improbables, hasta el
punto de resultarnos cuasi mágicas, e incluso reveladoras de algo más profundo
que la naturaleza que percibimos a nuestro alrededor, como si existieran lazos
invisibles entre personas, sucesos o vivencias que tan sólo podemos explicar
como meras casualidades.
Lazos
invisibles como los que, por cierto, la física cuántica llama cuerdas, es
decir, estados vibracionales que unen invisiblemente electrones, fotones y
quarks.
O sea, como
escribió Williams James, islas separadas en la superficie, pero conectadas en
la profundidad. ¿Recuerdan?
Tras
estudiar cientos de casos relacionados con dichas experiencias, Jung acabó
convencido de que existe una íntima conexión entre cada individuo y su entorno,
que, en determinados momentos, ejerce una atracción que acaba creando
circunstancias coincidentes, teniendo un valor específico para las personas que
las viven, un significado simbólico o siendo una manifestación externa del
subconsciente colectivo. Son ese tipo de eventos los que solemos achacar a la
casualidad, al azar, la suerte o incluso a la magia, según nuestras creencias.
Cuando
empecé mis estudios en la universidad, yo ni siquiera podía imaginar que Carl Gustav
Jung marcaría de algún modo mi vida, pero he aquí que treinta y dos años
después de la primera publicación sobre su teoría de la sincronicidad, en 1984,
defendí mi tesis doctoral, “casualmente”, sobre dicha teoría enmarcada en la
vida y la obra del gran pensador suizo.
Por supuesto
que aquello podía tratarse de otra simple casualidad, porque no era ni la primera
ni la última tesis dedicada a este asunto, pero si Carl Gustav Jung hubiera
conocido la historia que voy a contar a continuación, no habría tenido la menor
duda en considerarla como un perfecto ejemplo de su teoría de la sincronicidad,
porque se trata de una historia preñada de coincidencias significativas,
relacionadas con la imagen de un Cristo, que comienza en 1930 en El Puerto de
Santa María, continúa en Sevilla y termina 90 años después en El Puerto de
Santa María, como cerrando un círculo.
Es la
historia de una familia, de la imagen del crucificado conocido como Cristo del Amor
y de la réplica que le hizo un preso de la cárcel de Sevilla en 1938. Una
historia que afecta a varias personas que han vivido en diferentes coordenadas
del espacio y del tiempo, en muchos casos sin conocimiento mutuo, pero
manteniendo un nexo entre ellas a modo de una cuerda invisible que pareciera
guiar una serie de coincidencias, tan más allá de la probabilidad estadística,
que resulta difícil creer que sean producto de meras casualidades.
Una historia
tan extraordinaria que, en mi fuero interno, también he llegado a creer que, al
menos, puede intuirse que dichas casualidades tienen un significado profundo
que desconocemos, como si detrás de ellas se escondiera un mensaje oculto que
no alcanzamos a desvelar.
Fue mi
abuelo, Máximo Mesa Barrera, Oficial del Cuerpo de Prisiones, el primer eslabón
de esa cadena de sincronicidades, al solicitar traslado desde la cárcel de
Sanlúcar la Mayor, donde había nacido, al Penal de El Puerto de Santa María.
Máximo, con
mi abuela Rosario y sus tres hijos, María, Pedro (mi padre) y José, se van a
vivir, “casualmente”, a una casa en la calle Virgen de los Milagros, que,
“casualmente”, se encontraba justo enfrente del Monasterio de San Miguel,
Convento de las Reverendas Madres Capuchinas, donde se encontraba expuesta la
imagen del Cristo del Amor, también conocido como Cristo Negro. Una talla sobre
cuyo autor aún se discute, pero que Francisco González Luque, catedrático de
Geografía e Historia del IES Juan Lara, atribuye a Francesco María Maggio,
escultor genovés afincado en Cádiz en el siglo XVIII, o a alguno de sus
discípulos.
Siendo
personas muy creyentes, sólo tenían que cruzar la calle para ir a misa y, según
palabras de mi abuelo, la primera vez que vio a ese Cristo desgarrado pensó:
“le llamarán del Amor, pero he sentido cualquier cosa menos eso, porque es una
visión muy desagradable”. Sin embargo, mi abuela desarrolló desde el primer
momento una especial devoción por el crucificado, al contrario que mi tía
María, que era una niña muy impresionable y que se negó en redondo a volver al
convento porque la imagen le resultó terrorífica, hasta el punto de producirle
pesadillas durante meses.
Creo que no
le faltaba razón, porque el Cristo presenta una extraña paradoja: un rostro sereno
sobre un cuerpo politraumatizado, tan lacerado que incluso permite ver
perfectamente huesos y tendones a través de las heridas, extrañamente
coincidentes, por cierto, en su topografía anatómica con las de la imagen de la
Sábana Santa de Turín. Nada que ver con la belleza de los Cristos barrocos de
Sevilla, con las heridas y la sangre justas para inspirar más ternura que
terror.
Recuerdo
que, cuando le mostré algunas fotografías que había hecho mi abuelo a mi amigo
el Doctor Antonio Hermosilla Molina, autor del extraordinario libro La pasión
de Cristo vista por un médico (Sevilla, Guadalquivir Ediciones, 2000) me dijo:
“Qué lástima no haber conocido esta imagen antes de escribir el libro. Me
habría ahorrado muchas horas de trabajo, porque muestra la realidad anatómica
del martirio mejor que cualquier escáner”.
En 1935, mi
abuelo consigue el traslado a la cárcel de Sevilla, conocida como “La Ranilla”.
Ahora los hijos ya son cuatro, porque, durante su estancia en El Puerto de
Santa María, ha nacido Encarnación, y están encantados con el futuro que les
espera. María continuaría sus estudios de piano en el conservatorio, Pedro iría
a la universidad para estudiar Filosofía y Letras y José podría hacer realidad
su sueño: ser jugador del Real Betis Balompié, concretamente portero, o
guardameta, como se decía entonces.
Encontraron
una casa típicamente sevillana en la calle Santas Patronas, en el barrio de El
Arenal, muy cerca de la plaza de toros de la Real Maestranza y, “casualmente”, también
del río Guadalquivir.
Sólo cuatro
meses después de la llegada a Sevilla, mi tío José -Pepito para familiares y amigos-
había logrado entrar en los juveniles del Betis con 15 años recién cumplidos y
se hablaba de él como de una gran promesa. Mi padre estaba a punto de empezar
su carrera, y mi tía María soñaba con triunfar en los escenarios de medio mundo
como gran pianista.
Ni un
nubarrón en el horizonte…, y precisamente por eso no estaban preparados para la
tormenta que se avecinaba.
Un mal día,
Pepito, que aprovechaba cualquier ocasión para jugar al fútbol, se acercó con
algunos amigos al río, a una zona que hoy es un embarcadero lleno de terrazas y
paseos para viandantes, pero que entonces era como un pequeño acantilado sin
protección alguna. La cercanía de su casa al río, por supuesto, era casual,
pero también podría haber elegido otro sitio para jugar, como el prado de San
Sebastián. Pero ¿el destino? así lo quiso.
Nunca se
supo con exactitud lo que pasó. Sus amigos contaron que se acercó al agua para
limpiarse las heridas de las rodillas, perdió el equilibrio y se cayó.
Él no sabía
nadar, ninguno de sus amigos sabía, lo cual era normal en esos años, así que,
en un visto y no visto, el Guadalquivir se lo tragó y la Guardia Civil tardó
tres días en encontrar su cuerpo cerca de San Juan de Aznalfarache.
De pronto,
se acabó la alegría de la familia. Mi abuela Rosario, que si hubiera nacido hombre
habría sido sargento de carabineros, menuda de cuerpo, pero con un carácter muy
difícil, desarrolló un odio cartaginés contra el mundo y publicó el peor de los
edictos de la época: luto indefinido.
El luto, en
1935, era persianas echadas y silencio riguroso. Así que María se despidió de
sus clases de piano en el conservatorio, y nada de visitas, nada de salir, nada
de fiestas.
Pedro (al
que en mi familia siempre llamaron Maximito, cual si fuera una pequeña réplica de
mi abuelo, aunque no se le parecía en casi nada), como era hombre, podía llevar
medio luto, un brazalete negro en la chaqueta. Encarnación no se enteró de
nada, porque era 10 años más pequeña que el difunto.
En medio de
aquella tragedia familiar, surgió otra aún peor. Estalló la guerra civil y la cárcel
de Sevilla no daba abasto para tanto preso: asesinos, simples carteristas y anarquistas
mezclados con intelectuales que aún se estarán preguntando cómo habían acabado
allí. Entre ellos, Juan de Mata Carriazo y Arroquia, catedrático de Prehistoria
e Historia Antigua y Medieval de la Universidad de Sevilla y descubridor del
tesoro tartésico de El Carambolo, que, posteriormente, fue profesor de mi padre
en la universidad, con el que mi abuelo, personaje singular que, desde muy
joven, tenía inquietudes intelectuales y había escrito un par de libros sobre
la historia de Sanlúcar la Mayor, hizo una gran amistad.
Como
subdirector de la prisión, tuvo que repartir disciplina y benevolencia a partes
iguales, adquiriendo tal reputación y respeto entre los internos que, al
estallar un motín, su despacho fue protegido por uno de los líderes -un
conocido militante comunista al que mi abuelo llamaba cariñosamente “puñetero
rojillo”- que se colocó en la puerta con una barra de hierro en las manos
gritando: “¡Podéis quemar lo que os salga de los cojones, pero el despacho de
Don Máximo no se toca!”. Sorprendente, ya que mi abuelo era católico y de
derechas, pero, hasta en estas cosas, parece que España es diferente, o, al menos,
lo era.
En 1938,
tres años después de la muerte de mi tío, desesperado por el severísimo luto impuesto
por mi abuela, que no daba su brazo a torcer ante las súplicas del resto de la familia,
habló con el capellán de la cárcel buscando auxilio y en la conversación
surgieron los recuerdos de su vida en El Puerto, del convento de las Capuchinas
y del Cristo del Amor, del que, como ya he dicho, era muy devota mi abuela.
En un
momento dado, le confesó que se arrepentía de haber pedido el traslado a
Sevilla, porque desde entonces todo les había ido mal y que, si pudiera,
traería él mismo aquella imagen crucificada de más de dos metros para ponerla
delante de su mujer, a ver si le inspiraba algo de consuelo y capacidad de
perdón.
Entonces, el
capellán recordó que en la cárcel había un interno que, “casualmente”, era escultor
y le propuso a mi abuelo que fuera a verlo para pedirle que hiciera una réplica
de ese Cristo. “Nunca será lo mismo, pero hay que intentarlo, porque ya sabe
usted Don Máximo: los caminos del Señor son inescrutables”, sentenció el
sacerdote.
Y tan inescrutables. El preso, cuyo nombre, por
desgracia, he olvidado, aceptó la petición encantado por poder suavizar el
aburrimiento de las interminables horas en la cárcel, e hizo una réplica, una
pequeña talla, a mi juicio espléndida, a partir de algunas fotografías que le
facilitó mi abuelo.
Así que el “hermanito” del Cristo del
Amor entró un buen día en el número 36 de la calle Santas Patronas, ocupando un
lugar preferente en un antiguo buró de caoba con incrustaciones de madera de
naranjo que había hecho con sus propias manos casi un siglo antes, mi
bisabuelo, Pedro de Mesa y Cárdenas.
Y ocurrió un milagro, o algo que se le parece mucho,
porque mi abuela al fin pudo llorar por primera vez en tres años y descargar su
tristeza y su ira. Así que, finalmente, decidió acabar con el luto.
Conviví con
esa imagen durante casi 30 años, hasta que acabé mis estudios y me marché de
casa. Mientras tanto, mis abuelos murieron y mis tías, ambas solteras, se
fueron a vivir a otra casa, llevando con ellas su queridísima imagen del
Cristo. A mediados de los años noventa murió mi madre y yo, que por entonces
vivía en Jerez de la Frontera, traje a mi padre a casa porque se encontraba
solo y delicado de salud, a causa de una enfermedad pulmonar crónica.
Unos meses
después, hubo que ingresarlo en el Sanatorio de Santa Rosalía (hoy Hospital San
Juan Grande), por una grave recaída que, afortunadamente, superó, y ya en casa
me dijo: “Me gustaría ir al convento de las Capuchinas para rezarle al Cristo
del Amor, porque estoy seguro de que ha tenido mucho que ver en mi
recuperación”.
En aquella
primera visita, a la que yo no pude ir, de las varias que haría durante los siguientes
años, le acompañó, “casualmente”, mi amigo Atanasio Castro, a quien le cuento
parte de esta historia.
Cuando
llegaron al convento, su sorpresa fue mayúscula, porque, “casualmente”, las hermanas
capuchinas habían descolgado el crucificado, creo que porque estaban haciendo algunas
obras en la capilla, manteniéndolo expuesto en posición casi horizontal, de manera
que pudieron apreciar todos los detalles de la imagen desde muy cerca.
Por
entonces, mis tías habían vuelto a vivir en Sanlúcar la Mayor y, en una de mis visitas,
al contarles todo esto, María me pidió que nunca abandonara la imagen del
Cristo y que me quedara con ella cuando murieran. Encarnita, más portuense que
Romerijo, aunque había vivido en El Puerto muy poco tiempo, me dijo: “A tí lo
que te falta es que vayas a vivir a mi pueblo, porque mejor que allí no vivirás
en ningún sitio”.
Tras morir
mi padre y mis tías, conozco a Ana, mi mujer, y, como obedeciendo al deseo de
mi tía la portuense, nos vinimos a vivir al Puerto en 2005. En la mudanza, ella
se encargó de guardar la mayor parte de las cosas, yo me olvidé de la imagen y
en casa nunca se volvió a hablar de aquella historia.
Hasta que, a
mediados de 2019, Atanasio Castro me comenta que, “casualmente”, los miembros
de una asociación conocida como Grupo de Oración del Cristo del Amor le habían
comentado que estaban buscando a alguien que les hiciera una réplica de la imagen,
porque las Madres Capuchinas no permitían que la original procesionara bajo ningún
concepto.
Él les dijo
que, “casualmente”, la réplica ya existía y les contó algunos detalles de esta historia
que él ya conocía por mi padre y por mí mismo. Me preguntó si yo aún tenía la imagen
y le dije que no había vuelto a verla desde la mudanza, y entonces mi mujer nos
dijo: “Debe de estar, pero habrá que buscarla en el sótano”.
Esa misma
tarde, apareció en el salón con un gran envoltorio de plástico anunciando: “¡Creo
que lo he encontrado!”. Abrimos el paquete con rapidez, pero mejor no haberlo hecho,
porque al ver el contenido nos quedamos desolados.
La cruz
estaba intacta, con un pequeño envoltorio pegado a su base donde estaban las potencias
originales, pero de ella sólo pendían ambos brazos, sujetos por los clavos originales
y con los dedos de las manos muy deteriorados; las piernas estaban bien,
perfectamente apoyadas en la base de la cruz, pero cortadas a la altura de las
rodillas; el tronco separado de unos y otras, pero también intacto, y los
dedos…, los dedos estaban amputados.
Era la
visión de una zona de guerra. Los vaivenes de la mudanza y el paso del tiempo habían
convertido aquella imagen, que había sobrevivido en mi familia a varias
tragedias, que había inspirado una especial devoción a mi abuela y a mi padre,
en un perfecto desastre.
Pero Carl
Gustav Jung parecía velar por nosotros, y no iba a permitir que desmontáramos
tan fácilmente su teoría de la sincronicidad, porque, “casualmente”, la hija pequeña
de mi mujer, María José, se había graduado en Conservación y Restauración del Patrimonio
Cultural, así que, “casualmente”, teníamos una restauradora en casa, algo que, como
todos sabemos, es muy común en la mayoría de las familias, porque ¿quién no
tiene una restauradora en casa para que resucite a un Cristo destrozado de 90
años de antigüedad cuando lo necesitas?
Le pregunté
que si podía hacer algo para salvar la imagen y, siendo una persona de pocas
palabras, sólo me respondió un escueto: “Lo intentaré”.
Cuando vi la
imagen unos días después no daba crédito. El pequeño, pero soberbio, Cristo del
Amor estaba de nuevo completo, con cada cosa en su sitio, pero lo que más me impresionó
fueron los dedos, que ¡habían rebrotado íntegros, como por arte de magia! Un perfecto
y preciso trabajo quirúrgico hecho por una joven y prometedora restauradora.
Tras tantas
peripecias, no tuve que pensarlo mucho y decidí ceder la réplica a los fieles del
Grupo de Oración, para que pudieran ver cumplido su anhelo de venerarla y
procesionar con ella en el claustro del Convento de las Capuchinas.
Creo que así
he cumplido con mi destino, o como queramos llamarlo, porque no hay nada como
hacer felices a quienes desean serlo con cosas tan sencillas. Y, además, ¿en qué
otro lugar podría estar mejor la pequeña imagen que junto a su hermano mayor?
Podría decir “misión cumplida”, porque así acaba este
breve relato sobre un Cristo detrás de una cadena de coincidencias
significativas. Parece que se ha cerrado el círculo, pero una vocecita interior
me dice que quizá no es así y que el futuro aún podría traer algunos giros
inesperados a esta historia.
Miembros del Grupo de Oración junto a D. Pedro Mesa Cid
Podéis ver la Conferencia Completa en el siguiente video
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